martes, 31 de marzo de 2015

DOLOR Y SUFRIMIENTO


Nadie puede hablar del dolor de los demás, cualquier tipo de juicio al que se expusiese esa experiencia sería impreciso y por tanto injusto. Nuestro dolor es la huella dactilar del alma, es lo que nos hace únicos. Dijo Tolstoi "Todas las familias felices se parecen entre sí; las infelices son desgraciadas en su propia manera".


El dolor tiene una función biológica, apartarnos de aquello que nos hiere, resulta paradójico que el sufrimiento sea la tendencia que nos mantiene unidos a esas fuentes de dolor. El dolor en el ser humano puede ocupar un espacio casi tan amplio y vasto como el desierto en la faz de la tierra. Pablo d´Ors nos recuerda que la tribu Tuareg entiende la existencia del desierto como algo necesario para que el hombre pueda conocerse. Podemos pasarnos la vida huyendo del dolor pero nuestro cuerpo encarnado tarde o temprano se topará con él, como el viajero que por el mero hecho de viajar se topará con el desierto en alguno de los trayectos. 

El dolor es del cuerpo y el sufrimiento es del alma. El sufrimiento nace de una mente que trata de explicar el dolor a base de remover emociones. Pero el dolor sólo puede ser sentido y lo mejor que podemos aprender de él es dejar que transforme sin explicaciones, como la herida que no necesita palabras para curar y cicatrizar. Aquí viene su segunda función biológica, transformarnos a raíz de la experiencia.

En cambio el sufrimiento es la sombra oscura del dolor, la que no te deja transitar por el desierto para salir de él, sino que te mantiene errante en el centro de sus dunas expuesto a la extenuante sensación de perecimiento, de la que sólo puede rescatarte el propio dolor, arrastrando la voluntad hacia otro lugar lejos de ahí, recuperando de nuevo su primera función biológica de apartarnos de lo que nos hiere. 

Huir del dolor es estratégicamente tan nefasto como la decisión de no viajar para el viajero. Cuando comenzamos a meditar la quietud se hace dolor y también el silencio, pero este dolor tiene una tercera función biológica, permitirnos aprender a aceptar la incomodidad para distanciarnos del sufrimiento. 

En la quietud y el silencio crece la semilla del bienestar como el más hermoso amanecer del dolor, pero sólo quien permanece en esa quietud y silencio interior, cruzando su desierto puede ver esto, que sólo son palabras, convertido en conocimiento mediante su propia experiencia. 

Cuando cerramos los ojos todo un inmenso desierto a oscuras se abre a la mirada del corazón, incomodidades, emociones, sensaciones y pensamientos que se emboscan como dunas móviles, trasladadas por el viento de nuestras idas y venidas en forma de deseos, pero que ante la observación serena, de los ojos cerrados de la conciencia, dejan de ser "el enemigo" para ser sólo un detalle más del paisaje interior. Cuando se apaga el deseo de borrar de ese paisaje tanto detalle y miramos, con cierta lejanía, suele aparecer el sentido de cada experiencia en la conformación de ese "yo" que nos define por lo que somos no por lo que otros piensan que somos. 

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